Querida Hannah. No. No me pasa nada. Solo estoy un poco triste, nada más. Que a algunas personas no se las echa de menos aunque pasen siglos y siglos. Y a otras, bastan solo unas cuantas horas para que no te las puedas quitar de la cabeza. Y no tiene nada que ver con historias rosas ni nada por el estilo. Que podría explicártelo sin ningún problema con las palabras justas y exactas. Pero esas palabras no te las puedo decir ni a ti ni a nadie. Es como saldar una cuenta que tienes pendiente y hasta que no lo haces, no puedes estar totalmente tranquilo. Pero luego resulta que la verdadera cuenta, no es solamente con esa persona, también lo es contigo mismo. Pero en este mundo lleno de prejuicios y del qué dirán, es difícil que algunas personas lo puedan entender. Y cuando lo hagan, quizá sea ya demasiado tarde.
Porque además de vivir condicionados por nuestra propia naturaleza (el movimiento del Sol, de la Tierra y otras muchas cosas que no dependen, de momento, de la mano de ningún mortal) también vivimos condicionados por lo que hemos creado nosotros mismos y por las ideas (la mayoría, absurdas) que nos hemos forjado de nosotros mismos. Ideas como el éxito, la gloria, el triunfo, el dinero, la felicidad, el amor, etc. Decía un escritor y enciclopedista romano, máxima autoridad científica de la Europa antigua, allá por el siglo primero de nuestra era, que “no hay nadie más miserable y más orgulloso que el hombre. Porque el resto de los seres animados no tiene otro cuidado que el de la comida y no se preocupa ni de la gloria, ni del dinero o la ambición...” Para hacerte una idea de lo que te quiero decir. Si estamos en el 2011 es porque se determinó en su día por unas pocas (más bien, poquísimas) personas. Algo así como lo de la última reforma constitucional, por ponerte un ejemplo reciente. Pero bueno, por lo menos en este caso, se supone que esas personas nos representan a todos nosotros. Aquellas otras, ¿a quiénes representaban? No hay ningún impedimento para elegir cualquier otro punto de inicio de nuestro calendario. Y que conste que a mí personalmente me da igual que estemos en el 2011, en el 3179 como en el 4537. De la misma manera que la mayoría de edad (por ponerte otro ejemplo) podría estar también en los 12, 14 o 16 años. Yo personalmente he conocido a niños de 8 que parecen más adultos que algunos que tienen 18, 20 o 22. Y los hay más mayores. No estaría mal unas pruebas o unos exámenes para alcanzar esa mayoría de edad, al igual que hay que hacer unas pruebas para entrar en la universidad o para conducir un coche. Total, desde una perspectiva NO humana, la edad de los seres humanos es insignificante. Y el concepto de niño, joven, adulto y anciano (entre otros muchos) los hemos creado nosotros mismos. Y los cambiamos cuando nos conviene y cuando nos da la gana.
El caso es que, cuando yo era un niño, me acuerdo perfectamente de aquel día que decían que se iba a acabar el mundo. Era un día espléndido y radiante. Cogí mi bicicleta aquel sábado por la mañana y yo era el niño más feliz del mundo. No estaba preocupado por nada. Pero sabía perfectamente y era totalmente consciente de que habían dicho con total seguridad de que esa misma tarde se iba a acabar todo. Debió de ser el 24 de abril de 1982, como acabo de comprobar por Internet. Se ha predicho tantas otras veces que ya da risa. Sin embargo, lo curioso fue cuando llegó el 2000. Y aquí ya no eran conjunciones planetarias ni otras historias. Es que llegaba el año 2000. El nuevo milenio. En todo caso, la preocupación tendría que haber sido un año después, ante la llegada del 2001, que era cuando empezaba realmente el nuevo milenio (hubieran caído o no las Torres Gemelas). Pero es que somos así. Vemos un cambio de números (o de cualquier otra cosa) diferentes a los que estábamos acostumbrados y ya empezamos a decir que si tal o si cual. Cuando esos mismos números podemos cambiarlos en cualquier momento (al igual que podemos cambiar muchísimas otras cosas) porque dependen sola y exclusivamente de nosotros mismos.
Hay otra fecha que quizá no olvide nunca jamás, la del 27 de noviembre de 2010. Aunque, pensándolo bien, podría haber sido perfectamente cualquier otra. Y por cualquier otra circunstancia. Pero esa noche la recuerdo precisamente por estas maravillosas palabras de Goethe: “...Y desde ese momento el sol, la luna y las estrellas pueden seguir tranquilos sus obligaciones, que yo no sé si es de día o de noche, y el mundo entero se pierde a mi alrededor”. Esas palabras reflejaban lo que sentía cuando tenía solo 9 años e iba aquella hermosa mañana con mi bicicleta. Y era lo mismo que sentía cuando aquella noche me quedé contemplando las estrellas. Un abrazo, Hannah.